Traducción del texto original de Arthur de Grave para el Magazine de OuiShare en francés.Por una vez, iré directo al grano: la economía colaborativa se ha terminado. Así es. Es un poco triste, pero es así. No porque las nefastas plataformas capitalistas hayan llegado a explotar vergonzosamente los impulsos altruistas y desinteresados de los ciudadanos, de los prosumidores (¡mira que estos estúpidos palabros envejecerán mal!), o cualquier otra bobada de ese tipo.
No. La economía colaborativa ha muerto simplemente porque el concepto ha perdido todo su poder explicativo. Y tampoco es un drama. Al fin y al cabo, las categorías de pensamiento no son eternas. La mayoría permite aclarar fenómenos nuevos durante un tiempo, pero acaban por enmascarar la realidad más que explicarla. Una vez se llega a ese punto de no retorno, solo hay una solución: la eutanasia. Señoras y señores, aquí tienen el réquiem a la economía colaborativa.
HA MUERTO COMO VIVIÓ
Conocí bien la economía colaborativa. Me codeé con ella cada día durante tres años. Con mis compañeros de OuiShare, fuimos parte de quienes contribuyeron a forjar el concepto. ¿Qué teníamos en la cabeza en ese momento? ¿Éramos jóvenes e ingenuos? Sin duda, un poco: no se es serio cuando se tienen 25 años. Mas, no esperen que entone, debidamente en tiempo y forma, un mea culpa. Teníamos nuestras razones. Antes, no teníamos la necesidad de hablar la lengua de la economía del compartir. En el mejor de los casos, nos aburría; en el peor, nos parecía de la peor hipocresía. No solamente porque la ideología del sharing –esa especie de colectivismo en rebajas y a la última– servía de burda tapadera a las estrategias de adquisición de clientes de las plataformas californianas que entraban entonces triunfalmente en París, ¡y, qué demonios, eso no va con nosotros, franceses de espíritu racionalista! Sino, sobre todo, porque aglutinaba bajo su estela toda una multitud de maestrillos un tanto sospechosos, que parecían esperar esa gran transformación a través de la suma de cambios de comportamiento individuales. ¡La virtud al poder!
Antes, no teníamos la necesidad de hablar la lengua de la economía del compartir. En el mejor de los casos, nos aburría, en el peor, nos parecía de la peor hipocresía.
Personalmente, esas elucubraciones siempre me han parecido tan estúpidas como la idea de moralización del capitalismo tan querida por el anterior inquilino del Elíseo. Al contrario, la respuesta debía ser sistémica, y el término colaborativo nos parecía menos cargado, más neutro en el plano axiológico, por decirlo pomposamente. Con éste, no nos imaginábamos a Cristo partiendo el pan y el vino con sus discípulos y, con un poco de suerte, se podían evitar debates estériles sobre el empresario y el no-empresario, la codicia más voraz y el altruismo puro y etéreo. Durante un tiempo.
POBRES DE BIENES, COMERCIANTES DE IDEAS
Colaborativo, así se define el sistema que no se construyen ni sobre jerarquía ni sobre competencia. Esta definición nos permite señalar una forma de singularidad –en el sentido físico del término- en el seno de la economía de mercado, que, después de todo, no es más que la suma de estructuras organizadas verticalmente entrando en competencia entre ellas por el acceso a los recursos. Y esto no es en absoluto estúpido.
Para hacer de una idea algo vendible y de lo que sacar provecho, es necesario eliminar imperfecciones y evitar a toda costa que se deteriore.
En nuestra defensa, he de decir que ni yo mismo ni mis compañeros hemos ocultado jamás la naturaleza de cajón de sastre del concepto economía colaborativa. No se trataba de un sector de la economía definido. Si bien, meter AirBnB, BlaBlaCar, los fablabs y Wikipedia en el mismo saco es, como dicen los anglosajones, una heroic assumption. Nosotros, me parece a mí, siempre hemos puesto sobre la mesa nuestras dudas, e incluso los cambios en nuestra línea de pensamiento. Y, francamente, no todo el mundo tiene ese tipo de escrúpulos en los tiempos que corren. Habríamos hecho de malos consejeros, incapaces de marketizar bien nuestras ideas. Porque, para hacer de una idea algo vendible y monetizarla a buen precio, es obligatorio ir limando las asperezas y prevenir a cualquier precio que se deteriore. Hay quien nos concede a día de hoy el triunfo absoluto del bullshit: conceptos degradados, lamentables, bien embalados en espantosas presentaciones de Powerpoint, o peor, en encantadoras Keynotes. En una palabra: inofensivos; la idea castrada de su potencial de subversión. Pero me estoy desviando.
EL DELICADO ARTE DE LA PROFECÍA
Para nosotros, hablar de la economía colaborativa era, sobre todo, hacer una apuesta sobre el futuro. Las grandes plataformas eran raras y no siempre bien recibidas, pero constituían una suerte de vanguardia: su éxito anunciaba una futura salida de la marginalidad para toda una multitud de simpáticas iniciativas, a menudo despreciadas. Los heraldos de un cambio de paradigma al alcance de la mano. Los últimos coletazos del capitalismo. Ahí es nada. Y aquí, llegamos al corazón del problema: yo ya no creo en eso. Hemos visto muchos proyectos ir tirando durante algunos años, hemos visto morir todavía más start-ups, y los grandes, por su parte, han continuado creciendo (sin duda un poco demasiado, en cualquier caso, si damos por válidos esos temores que hablan de la inminente explosión de la burbuja). En las conferencias que doy, siempre salen los mismos ejemplos (Wikispeed, Protei, Loconomics) y, francamente, no tengo nada nuevo que decir sobre ese tema. ¿Y entonces? me diréis. Este tipo de transformación requiere tiempo, ¿no?. Puede ser, pero, en cualquier caso, no puedo hacer como si Open Desk y Uber avanzaran no solamente en una misma dirección, sino incluso sincronizados. El concepto de la economía colaborativa fue un compuesto en construcción, desde sus orígenes, pero las tensiones que le atenazan han llegado a ser tales que es imposible mantenerlo con vida. Hay que tirar del enchufe. Requiescat in pace.
LA VIDA SE TERMINA; EL TRABAJO, NUNCA (PROVERBIO ÁRABE)
¿Con qué nos quedamos de todo esto? La economía colaborativa es ante todo un modo de organización del trabajo inédito que sale a la luz. En efecto, las iniciativas que tienen la etiqueta de ‘colaborativas’ tienen un denominador común: recurren todas de manera masiva al trabajo no asalariado. Sin embargo, el de asalariado, o subordinado, no es más que un estado y un marco legal. Es un modo de organización de la producción; en una palabra, el fundamento del contrato social contemporáneo.
Las formas de empleo no asalariado no pueden desde ese momento ser tratadas como algo insignificante.
Entonces no, el asalariado no va a desaparecer de un día para otro, pero una parte sustancial del valor económico se produce ya fuera de ese ámbito. Desde ese momento, las formas de empleo no asalariado no pueden ser tratadas como algo insignificante. De antemano, mis disculpas a los aficionados de la uberización y las generalizaciones. Para comprender eso que no es más que una transformación del trabajo –que no es poco– entretengámonos esbozando un esquema sobre la tumba de la difunta economía colaborativa: 1. El Digital Labor (el trabajo digital). Un término difícil de traducir al español, pero que me atrevería a decir: proletariado informático. Básicamente, todo el trabajo de entrada de datos a los gigantes algorítmicos que tú y yo realizamos. Vuestras búsquedas en Google, vuestras actualizaciones en Facebook, vuestras geolocalizaciones, la frecuencia cardiaca registrada en vuestras pulseras inteligentes, etc., todos forman la parte involuntaria del trabajo digital. Existe, en paralelo, una parte voluntaria del digital labor cuyo ejemplo más paradigmático es Amazon Mechanical Turk. Yann Moulier-Boutang nos compara con las abejas en la gran colmena informática mundial. Esta metáfora es razonable, aunque solo en parte, porque en el estado actual de nuestras relaciones con las grandes plataformas, nos parecemos más a los pulgones pastoreados por las hormigas a cambio de miel que a las polinizadoras. Para ir más lejos, les recomiendo la lectura Qué es el trabajo digital, de Antonio Casilli y Dominique Cardon. 2. El trabajo amateur, o “peer-to-peer” (entre pares), que está aquí en un sentido muy restringido. Se refiere al intercambio de bienes y servicios entre particulares que se mantienen en un nivel no profesional, es decir, que ponen en alquiler su apartamento o su coche de vez en cuando, pero sin entrar en una lógica de acumulación de capital y sin que se establezca una relación clara de subordinación entre quien ofrece el servicio y quien lo recibe. En fin, es la economía de la protocooperación, de cuyo potencial de crecimiento descomunal dudo, aunque no podemos ignorar su existencia 3. El trabajo autónomo. La parte más importante; la freelancización creciente del mercado de trabajo y el eclipsamiento relativo del trabajo subordinado/asalariado. En los Estados Unidos, los trabajadores independientes representarían de ahora en adelante un tercio de la mano de obra. ¿Las causas de este fenómeno? La automatización que afecta ahora a las profesiones tradicionalmente llamadas de cuello blanco, de oficina, (y que, de paso, vuelve el trabajo subordinado inútil) y la bajada continua de los costes de las transacciones que hace disminuir el tamaño de las empresas a una sombra de lo que fue. El desarrollo del trabajo independiente constituye el gran desafío para nuestras sociedades, tanto en el plano intelectual –nos obliga a repensar las formas de explotación– como en el plano político –pasando la reinvención de la protección social al primer plano. Y ¡voilà! La buena noticia es que, definitivamente, vamos a poder dejar de meditar sobre el perímetro y los contornos de la economía colaborativa. El trabajo: ¿la alienación o la libertad? El resto es literatura. Traducción del texto original de Arthur de Grave para el Magazine de OuiShare en francés.